Las golondrinas son precisas y veloces. Es agradable contemplarlas, siempre parecen conocer con exactitud el lugar al que se dirigen, siempre fugaces, siempre alborotadas, dicharacheras saetas de carne y plumas. Me gusta observarlas al atardecer, como sombras sobre un fondo de fuego.
Es entonces cuando el ocaso pinta mi casa de luz e imperfecciones. Es una característica perversa de lo luminoso, aunque confieso que no me importa.
Los haces ocres de mortecina iridiscencia hermanan objetos distantes, señalándolos con su aliento dorado, borrando las fronteras y límites de la materia, orlando la cotidianidad de una energía preternatural.
Sólo las jornadas estivales saben perecer con esta dignísima belleza.
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